Traducido por Bluesaway para mjhideout
PRÓLOGO
Esta es una historia sobre conversaciones entre amigos. Una historia sobre alguien a quien echo de menos entrañablemente cada día. Y sí, era un icono mundial, un genio musical y un alma amable. Principalmente era mi amigo. Mi nombre es Barney. El nombre de mi amigo era Michael Jackson. Mi objetivo al escribir lo que van a leer es compartir al Michael que conocí durante cinco increíbles años.
Creo en realidad que no soy nadie especial para haber tenido el privilegio de entrar en el mundo de Michael, menos aún para escribir sobre ello. No puedo cambiar lo que la gente quiera escribir sobre Michael, pero lo que puedo hacer es contar las conversaciones que tuve con él tras las puertas de Neverland y en mi propio hogar.
CUANDO MICHAEL Y YO NOS CONOCIMOS
Conocí a Michael el 1 de octubre de 2001. Fue a mi consulta buscando un médico de la localidad que hiciera visitas a domicilio, probablemente me localizó en la guía telefónica. Ese día estaba viendo pacientes como de costumbre cuando mi enfermera, Sue, me dijo tranquilamente que el siguiente paciente era Michael Jackson.
Por su sonrisa supe que no tenía que preguntar si era alguien que se llamaba como él. Cuando entré a la sala de consulta, Michael estaba sentado en una silla a mi izquierda vistiendo una chaqueta azul con escudo dorado en el bolsillo izquierdo sobre el pecho, una camiseta con cuello en uve, lo que parecía ser un pantalón de pijama en seda granate, calcetines blancos y zapatos negros. Aunque no había estado lloviendo, Michael llevaba un paraguas que dejó apoyado en la pared a la izquierda de su silla. Me presenté como el doctor Van Valin pero le dije que podía llamarme Barney. Michael se levantó y dijo, “hola doctor Barney. Soy Michael”. Mientras hablaba, unió las palmas de sus manos como si fuera a rezar y se inclinó ligeramente hacia mí. Se sentó y tal y como noté después que hacía siempre cuando se sentaba, puso una revista en su regazo.
Le dije: “Encantado de conocerte, Michael”. Me dio las gracias y después preguntó: “¿le conozco? Me resulta familiar. Creo que nos hemos visto antes”. Le dije: “No, no nos hemos visto antes, y estoy seguro de que me acordaría si hubiera sido así. Sin embargo el año pasado te vi en el videoclub de Los Olivos pero no hablamos. Mi hija Bianca vino a decirme que estabas al otro lado de la tienda. Quería ir a verte pero le dije que creía que sería mejor dejarte comprar en paz”.
Después de hablar brevemente de temas de salud pasamos a hablar de otras cosas y encontramos que teníamos varios intereses en común. A ambos nos gustaban las antigüedades, nos gustaba la música de los 60 y de los 70, ambos éramos padres de niños pequeños y nos gustaban las ciudades de Los Olivos y el Valle de Santa Inés. Empezamos a hablar de antigüedades y era obvio que tenía una buena colección. Le dije que mis padres habían sido dueños de una tienda de antigüedades en Solvang y que yo había sido el principal proveedor desde 1971 hasta 1984 cuando dejé México para ir a vivir a Chicago. Me preguntó: “¿Qué clase de cosas compraba en México?”
Le dije que mis favoritos eran los carruseles. Los llaman tío vivo y no sabía por qué les llamaban así. Le dije que mis favoritos eran los que estaban hechos en miniatura para niños como el del zoo de Santa Bárbara. Pensé que mi entusiasmo le podía aburrir pero dijo, “No recuerdo haber visto nunca un carrusel en miniatura, ¿tiene alguno todavía?”
Le dije: “El último se vendió hace mucho tiempo y no sé a dónde fue a parar.” “Las tiendas de antigüedades en México son muy distintas de las de aquí, Michael. No se hacen publicidad y tenía que ir de un lado a otro de la ciudad preguntando a la gente si había algún lugar en donde vendieran antigüedades. Me di cuenta de que mucha gente no conocía la palabra y que aquellos que sí la conocían me decían que tendría más suerte preguntando por cachivaches. Me dieron direcciones de un sitio sin letreros, tan solo un número indicando la dirección. Allí me dijeron que encontraría cachivaches en abundancia.
Llamé a la puerta y pasé a una pequeña cocina donde, tras una puerta, entré a lo que para mí era el país de las maravillas en un mundo perdido. Verdaderas antigüedades de varios cientos de años, incluidas pinturas muy antiguas, no solo en lienzo sino en estaño y cobre. Había maderas talladas de la época colonial, Santos de las viejas catedrales de los alrededores de México, cofres, bancos, todo tipo de muebles de madera tallada, animales de carrusel, candelabros e incluso cosas que ni siquiera sabía lo que eran. Nada tenía etiqueta de precio. Solo tenía que preguntar y podía regatear un poco pero los precios estaban ajustados. Con el tiempo, conocí a cada comerciante y cada tienda de antigüedades de Guadalajara”.
Michael estaba sentado escuchando educadamente mientras yo hablaba sin parar hasta que finalmente me dijo: “Me encantan los carruseles también. De hecho tengo uno en el rancho”. Le pregunté: “¿Está hecho realmente con caballos de madera?” “Sí, lo compré en Los Álamos”, dijo. Se refería a una ciudad a unos 15 minutos de su rancho en Los Olivos. “Me gustaría que lo vieras. Creo que te encantará”.
Se estarán preguntando si estaba emocionado, abrumado o sin palabras por estar a solas en una habitación con el Rey del Pop. Verdaderamente, tras la sorpresa inicial cuando la enfermera me dijo que Michael Jackson era el próximo paciente, y después de hablar con él durante un rato, me sentí como si hubiera vuelto a hablar con un viejo amigo.
Al final de la visita Michael me invitó a cenar esa noche en Neverland. Le pregunté si podía llevar a mi hijo Mason, de nueve años. “Por supuesto, tráelo. Se lo pasará muy bien”. Dijo. Cuando Michael se levantó para marcharse apuntó a una revista –People- que estaba en la mesita y dijo: “No deberías comprar eso. Es una revista horrible.” Le dije riendo: “OK.”
CENA EN CASA DE MICHAEL
Cuando terminé de ver a mis pacientes de ese día llamé a mi esposa, Criss. Le dije que había conocido a Michael Jackson y que me había invitado a cenar, junto con Mason, esa noche. Le pedí que no le dijera a Mason a dónde íbamos, solo que se vistiera porque tenía una sorpresa para él. Cuando llegué a casa estaba preparado para salir con unos pantalones caqui, una camisa blanca y una corbata. “Vamos a un lugar asombroso esta noche, Mason”. Mientras salíamos a la carretera, Mason me miró sonriendo y dijo, “Vamos a casa de Michael Jackson, ¿verdad papi?”
No estoy muy seguro de por qué lo adivinó, excepto porque en realidad solo había un lugar asombroso al que se pudiera ir en esa zona: Neverland. Mason ya conocía la generosidad de Michael con las escuelas del Valle de Santa Inés. Solía invitar a varios cursos de las escuelas de la zona a su rancho, para comer o cenar, subir en las atracciones, visitar el zoo y ver una película. Lo hacía frecuentemente. En los años siguientes escucharía muchas veces a Michael decir: “Nadie paga por nada en Neverland”. Miré a Mason con una sonrisa y asentí diciendo: “Sí, allí vamos”. Y así empezó todo: casi cinco años de amistad como ninguna otra.
La entrada de Neverland estaba a unas seis millas de mi casa en Ballard (una parte de la ciudad de Solvang). Hay que conducir a través de Los Olivos, por la carretera 154, pasar por el rancho Chamberlin hasta las puertas exteriores que llevan al rancho de Michael. Un rancho de unos 2.800 acres.
El camino hasta su casa serpentea a través de un campo abierto lleno de colinas, robles y artemisas, y había siempre jabalíes, liebres y ciervos al acecho cruzando la carretera. La casa de Michael no era visible desde la puerta principal, donde era requerido detenerse y firmar antes de entrar en el rancho. Era un formulario acerca del comportamiento dentro del rancho cuando eras invitado y en el que se advertía que estaban completamente prohibidas las fotografías en el interior. Por tanto, todas las cámaras y celulares con posibilidad de hacer fotos tenían que quedarse allí ser recogidos a la salida.
Desde la puerta de entrada había un camino de una milla y media aproximadamente hasta las puertas de hierro forjado de Neverland. Esas puertas no eran visibles hasta que se subía una colina desde la cual se veía uno de los lagos y parte de la casa, dando una idea de la grandeza del lugar. El ganado vagaba libremente por el rancho y a veces se quedaba echado en medio del camino teniendo que ahuyentarlo para continuar. Michael me había dicho cuando estuvo en la consulta que tuviera cuidado y “condujera despacio”. Mientras me acercaba a las puertas se abrieron automáticamente. Eran enormes y muy ornamentadas. En la cima de las mismas con forma de arco se leía en letras doradas ”Neverland”, y sobre ellas, el nombre de Michael Jackson escrito horizontalmente sobre un lazo dorado.
Al pasar las puertas, el camino se dividía a derecha e izquierda bordeando el lago. Me habían dicho que siguiera el camino de la derecha. Al final se atravesaba un puente de piedra en el que había una cascada sobre un segundo lago, casi del mismo tamaño que el primero y bajo el que pasaba un arroyuelo que unía ambos lagos. Esparcidas a orillas del lago había estatuas de bronce de tamaño natural de niños jugando. Al otro lado del puente pude ver un chofer cerca de cuatro limusinas Rolls Royce negras que nos hizo señas para que aparcara a su lado.
Cuando salimos del coche la puerta principal de la casa estaba abierta y ocho personas del servicio se alinearon en las escaleras para darnos la bienvenida. Michael estaba esperando al final de las escaleras, en la puerta. El personal nos dio la mano y se presentaron uno a uno mientras pasábamos. Este era un Michael diferente al que había visto en mi consulta. Estaba mucho más a cargo de la situación. Parecía muy acostumbrado a estarlo mientras daba indicaciones al personal para volver a sus quehaceres.
Cuando se marcharon presenté a Mason a Michael, quien a su vez nos presentó a Prince y a Paris (de tres y dos años) quienes se habían quedado detrás de él mientras salía a recibirnos. Paris era bastante tímida y tenía ambos brazos alrededor de la pierna izquierda de Michael mientras nos miraba atentamente detrás de él. Prince se comportó mas como un caballero mientras se adelantaba, nos estrechaba la mano y dijo que estaba encantado de conocernos. Michael intentó que Paris dijera hola, pero todo lo que hizo fue esconder su cabeza en los pantalones de su padre. Eso hizo reír a Michael y le dijo: Oh Paris, “applehead”.
Después de escuchar esta palabra varias veces en los meses siguientes me imaginé que “applehead” era un término cariñoso que Michael usaba para alguien que estaba haciendo el tonto. Incluso se lo decía a Mason a veces. Cuando no había gente alrededor, Michael era mucho más tierno, como la persona que había conocido en la consulta.
Al entrar por la puerta principal, lo primero que noté fue un adorable aroma en el ambiente que supuse procedía de un cuenco con popurrí que había sobre una mesa a la izquierda de una puerta. La segunda cosa que noté fue que estaba rodeado por una tranquila música clásica. El sistema había sido cuidadosamente diseñado para que la música pareciera que estaba en el ambiente sin ningún altavoz visible en ninguna parte.
En la puerta de la izquierda que daba entrada al comedor había un maniquí de tamaño natural vestido como un mayordomo inglés con el brazo estirado y en la palma de su mano tenía una bandeja con cookies frescas y recién hechas. A mi izquierda, bajando un pasillo, estaba la que luego supe que era la habitación de Michael. A mi derecha, un poco más adelante había una escalera con barandilla de roble tallado que llevaba a la segunda planta. En la pared opuesta a la escalera, colgaba de la pared una gran pintura mostrando a Michael sentado en un lecho de flores con una larga hilera de niños siguiéndole y rodeándole. Había varias pinturas similares por la casa, todas del mismo artista, de un estilo inconfundible. Me sentí como si estuviera paseando por un museo.
Michael, Prince y Paris dirigían el camino hacia el comedor donde Michael se sentó a la cabeza de la mesa. Mason se sentó a la derecha de Michael, Prince a su izquierda, yo me senté junto a Mason frente a Paris que pasó poco tiempo en su silla prefiriendo sentarse en el regazo de Michael. Entonces entró una mujer desde la cocina con una bandeja en la que había toallas de mano humeantes y aromatizadas para limpiarnos antes de cenar.
Nos dio un menú a cada uno de nosotros con siluetas de niños saltando en la hierba, hecho especialmente para esa noche. Recuerdo muy bien esa noche. Aunque se imprimía un menú nuevo diariamente, los platos no variaron mucho en las siguientes cenas respecto de la primera. Siempre había perritos calientes, hamburguesas, palitos de pescado, de pollo y chimichangas (rollitos primavera).
Los platos venían con guarnición de judías verdes y maíz o zanahorias. Esa noche tomé chimichanga y Mason y Prince tomaron perritos calientes. No recuerdo que Paris comiera mucho de ninguna cosa, sentada todo el tiempo junto a Michael. Michael tomó palitos de pescado con judías verdes y maíz.
Mientras estábamos cenando, Michael y yo charlábamos y Prince, que había estado escuchando nuestra conversación, dijo: “Eh, Barney, ¿sabes que vamos a ir después de cenar a la sala de juegos?” Antes de que pudiera contestarme Michael, le dijo: “Prince, ¿Qué fue lo que hiciste?” y Prince, mirando primero confundido se volvió hacia Michael y dijo con una sonrisa: “Oh sí, me entrometí.” Y Michael dijo: “Exacto, eso hiciste. ¿Y ahora qué?” Prince, sonriendo todavía y orgulloso de haber respondido bien a la pregunta, se volvió hacia mí y me dijo: “Lo siento, me entrometí, Barney.” Le dije que la disculpa era aceptada y que hablaría con él en un minuto. Volviéndome hacia Michael me dijo: “Está excitado porque va a ir a la sala de juegos esta noche.” Después me dijo Michael que la sala estaba restringida excepto para ocasiones especiales y dijo: “Si no lo hago así se aburrirán y ya no la verán como algo especial. No quiero que la den por descontada.”
Todos los vasos en la mesa tenían lo que parecía ser cubitos de hielo pero en realidad eran cubitos de plástico con luces rojas y azules en su interior. Michael estaba muy orgulloso de ellos y fuimos los primeros en usarlos. Cualquier otra bebida que pudieras desear o que pudieras imaginar se podía encontrar en la cocina. Recuerdo que Michael tomaba zumo de manzana Martinelli. Como casi siempre para cenar. Nunca le vi beber té o café. Ni tampoco le vi beber cerveza, vino u otra bebida alcohólica.
Michael estaba vestido con la misma ropa que había llevado a mi consulta. Para otras cenas en el rancho su vestimenta no difería mucho de la de esa noche. La mayoría de su ropa era de diseño propio, pero cualquier cosa que se ponía le sentaba bien
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