Aunque llevaba más de 30 años en la música, hacía muchos que el Rey del Pop dejó de hacer entrevistas. En 1983, 'Rolling Stone' mantuvo con él esta insólita conversación ante la presencia de una boa constrictor. Por Gerri Hirshey
Esta entrevista fue publicada en ROLLING STONE (número 25) en noviembre de 2001.
Mi grabadora ha captado, a lo largo de muchos años, momentos extravagantes: Bruce Springsteen haciendo imitaciones de Ed Norton a las tres de la madrugada; Sting aullándole a la Luna... Pero mi hipersensible Sony no estaba programada para captar el siseo de la lengua de una serpiente a pocos centímetros de mi oído durante aquella larga charla con Michael Jackson. Aquel viaje fue sosegadamente extraño; no angustioso, sino, simplemente, “remoto”. El reptil en cuestión era Muscles, la boa constrictor de dos metros y medio de Michael Jackson. Durante más de una hora, Muscles reposó en perfecto equilibrio sobre una barandilla justo a mi lado, con la cabeza erecta y los vidriosos ojos fijos en las venillas que, sin lugar a dudas, palpitaban en mi cuello.
No es que el joven Mike fuese un sádico. Lo explicó como una prueba de confianza y fue de lo más convincente. Si a mí me asustaban las serpientes, a él le aterraban los reporteros... y tal vez ambos deberíamos superarlo. Michael no había hecho una entrevista en años sin que una de sus hermanas repasase antes las preguntas. Y en los casi 20 transcurridos desde aquellas charlas de finales de 1982 (cuando él estaba terminando Thriller), no ha vuelto a dejarse hacer una entrevista de tal profundidad.
Entonces, Michael sorprendió a todos –familia, managers, discográfica– al decidir hacerla él solo. Él mismo abrió la puerta principal de su casa alquilada (estaba allí mientras le reformaban su mansión). Llevaba los pantalones de pana sucios y arrugados, los zapatos gastados y con los cordones desatados. Sin calcetines. Sin maquillaje. Su hospitalidad era de una torpeza conmovedora; cuando se le acabó la limonada que me había ofrecido, llenó lo que quedaba de mi vaso con ponche hawaiano tibio. En la nevera no había comida, sólo zumos.
Cuando comenzamos a hablar, la tensión se palpaba en el aire. De tanto en tanto, Michael se estremecía por el esfuerzo. No había nada de teatro en ello. En privado, el monstruo era Bambi. Dijo que podía explicar aquel miedo... lo que no podía era superarlo. Tenía miedo de decir demasiado, no sabía cómo protegerse. Cuando hablaba con franqueza la gente decía que él... bueno... que era raro.
Acordamos dejar fuera del artículo una parte de nuestra charla, para su propia protección. La cosa surgió mientras estábamos en el comedor y yo me fijé en la fotografía escolar de una joven negra que estaba colocada en el marco de una acuarela. La foto era uno de los pocos toques personales del lugar. El rostro era como el de cualquier adolescente.
–Ésa es la auténtica Billie Jean, dijo Michael.
Quincy Jones acababa de tocar para mí esa pieza en el estudio; yo sabía que la canción trataba de una mujer que acusaba al cantante de ser el padre de su hijo... cosa en la que insistían sus cartas. Michael me explicó que había colocado la foto que ella le había enviado en un sitio céntrico para memorizar su cara; al parecer, ella quería verle muerto a toda costa. Me dijo que le acababa de enviar por correo una pistola y las instrucciones detalladas para que se matara con ella. Con una voz apenas audible, Michael me explicó que la policía le había dicho que la pistola estaba amañada para dispararse hacia atrás, hacia la persona que apretase el gatillo. Más adelante, su madre me diría que la mujer estaba en un hospital, en tratamiento psiquiátrico. Cuando, meses después, vi el vídeo de Billie Jean –con los tigres que desaparecían y aquella exacta coreografía–, seguía viendo a una muchacha con una bata verde de hospital.
–Lo soportas –me había dicho Michael. Simplemente, lo soportas.
Otra sorpresa. Michael iba a asistir a un macroconcierto de Queen en el Forum de Los Ángeles. Y no le importó que le acompañase. Él tenía que ir. Freddie Mercury le había estado llamando toda la semana. De verdad, tenía que ir...
Caía el atardecer cuando salimos para el concierto y Michael y su guardaespaldas, Bill Bray, atravesaron los setos del jardín hacia una limusina que les esperaba. Pensé que exageraban un poco (aquello fue meses antes de que ganase una popularidad monstruosa con su Thriller), pero descubrieron a las chicas antes de que yo las oyese o las viese y se precipitaron al interior del coche mientras una maraña erizada de uñas rojas se estrellaba contra las ventanillas.
–¡Ciérrala! –me chilló Michael, señalando un panel que tenía a mis pies. Como no soy de limusinas, lo que hice fue apretar el botón del tragaluz. Antes de que se hubiera abierto hasta la mitad, entraron los brazos, que se movieron atenazantes a ciegas. El guardaespaldas se retorcía hacia atrás desde su asiento delantero, empujando hacia fuera los dedos con sorprendente suavidad. Michael se tronchaba de risa. Yo estaba paralizado de miedo, buscando a Billie Jean en aquellos rostros contorsionados que se adherían a las ventanas.
Cuando por fin arrancamos, me volvía para mirar a Michael. Se había vestido para aquella velada en público con unos vaqueros y una americana de rizo de color turquesa, mocasines y sólo una pizca de colorete. Aquel Michael previo al éxito tenía un aspecto magnífico... un saludable, apuesto y robusto afroamericano. En el camerino, cuando el fabuloso Freddie Mercury se acercó saltando como un ganso mareado, estuvo a punto de aplastar al pequeño Mike en un abrazo. Cayeron sobre un enorme baúl que, al abrirse, soltó una monstruosa avalancha de protectores de genitales de tamaño familiar. Michael se quedó boquiabierto.
–Oooooh, Freddie. ¿Qué son?
–El rock and roll es cosa de hombres, hermanito –vociferó Freddie.
No vimos demasiado del concierto. Las cosas volvieron a ponerse feas cuando Michael fue reconocido en aquella oscuridad. Manos, comentarios y miradas nos rodearon. Cuando empezó a llovernos sobre las cabezas un líquido no identificado, Bray se levantó: “Ya está bien. Nos vamos”. Pasamos más tiempo juntos: en el estudio con Quincy Jones, paseando por la inacabada mansión y viendo su colección de animales salvajes. Hacia el final, mientras dábamos el biberón a sus cervatillos, se volvió de súbito y me miró a los ojos. Por fin.
–¿Sabes una cosa? Tú no eres mejor de lo que soy yo. Quiero decir... eres igual de furtivo.
–¿De dónde has sacado eso?
–Tú bailas en público. Claro que lo haces por toda tu página de ROLLING STONE. También tú necesitas actuar. Pero cuando lo has hecho, puedes correr a esconderte. Nadie te persigue.
Me dejó de piedra. Se echó a reír y me puso una mano en el hombro.
–Créeme lo que te digo... no sabes lo afortunado que eres.
El 17 de febrero de 1983, a mediodía, hay un resplandor neblinoso que atenúa las sombras de una hilera de casas pareadas. Al otro lado de la reja metálica, el jardín está en silencio y sólo se oye el chapoteo distante de una fuente.
–¿A que no esperabas un sitio así?, dice Michael Jackson entre risitas, tras una máscara de dedos huesudos. Reconoce que aquel no es el lugar idóneo para un joven príncipe del pop.
Sorprende que Michael haya decidido afrontar esta entrevista él solo. El exiguo dossier de prensa le pinta como alguien insoportablemente tímido. Se agacha, se esconde, habla mirándose las puntas de los zapatos. O simplemente no aparece. Se sabe que lleva su vida privada con una cautela casi obsesiva, “igual que un hemofílico que no puede permitirse ni un rasguño”. La analogía es suya.
Si se pone esto a la par con las estadísticas, con los éxitos, se verá que no encaja. Ha sido el cantante estelar de los Jackson 5 desde el colegio. En 1980 se separó de los Jacksons para grabar un elepé, Off the wall, que se convirtió en el álbum más vendido del año. Thriller, su nuevo disco, está en el quinto puesto de las listas. Y la serie de artistas que trabajan ahora con él –o que quieren hacerlo– incluye a gente como Paul McCartney, Quincy Jones, Steven Spielberg, Diana Ross, Queen o Jane Fonda. Ni en discos, conciertos, televisión o cine, Michael Jackson tiene problema alguno para aparecer en público. Nada le asusta, dice. Pero esto...
–¿Te gusta hacer esto?, me pregunta. Su voz denota cierta incredulidad. Está repantingado en una silla, mirando hacia el salón lleno de estatuas. Las figuras están plantadas alrededor del sofá, como una fantasmal reunión, para tomar el té.
Michael, en cambio, no logra permanecer quieto. Está tan nervioso que se está comiendo una bolsa de patatas fritas. Eso sí es raro en él. Ninguno de sus hermanos recuerda que ni una partícula de esa clase de comida haya pasado por sus labios desde que, seis años antes, se convirtió en un estricto vegetariano y un apóstol de la comida sana. De hecho, a su madre, Katherine Jackson, le preocupa que su hijo Michael viva prácticamente del aire. Ella cree que a su hijo la comida no le interesa. Él dice que si no tuviese qué comer para seguir vivo, no lo haría.
–La verdad es que odio esto –dice–. Estoy mucho más relajado en un escenario que ahora mismo. Pero bueno, vamos allá” –sonríe. Más tarde me explicará que “vamos allá” es lo que siempre dice su guardaespaldas cuando están a punto de meterse en algún follón público. Es también una frase que Michael lleva escuchando desde que era lo bastante adulto para hacerse el nudo de los zapatos.
“Vamos allá, chicos”. Con esa frase reunía Joe Jackson a sus hijos Jackie, Tito, Jermaine, Marlon y Michael. El “vamos allá” ha venido repitiéndose, durante más de las tres cuartas partes de la vida de Michael, en todas las reuniones previas a los conciertos de los hermanos, primero como los Jackson 5 en la discográfica Motown y ahora como los Jacksons en la compañía Epic. Michael y los Jacksons han vendido cerca de cien millones de discos. Sólo tenía 11 años cuando, en 1970, su primer éxito, I want you back, desplazó del número uno al Raindrops keep fallin’ on my head de B. J. Thomas.
En los últimos meses, Michael ha trabajado en tres proyectos: su recién editado Thriller, el trabajo que desarrolla con Paul McCartney (que incluirá Say, say, say y The man), y la narración y una canción de la banda sonora de la película E.T. En los ratos libres ha escrito y producido el single de Diana Ross Muscles. Y luego están las películas. Desde que hizo el papel del espantapájaros en El mago, tiene el dormitorio abarrotado de guiones.
A sus 24 años, Michael Jackson tiene un pie firmemente plantado en cada extremo de los años ochenta. Los éxitos de su infancia son ya viejos clásicos y ahora habla de tú a tú con los ídolos de su juventud. Michael sólo contaba diez años cuando se trasladó a la casa de Diana Ross en Hollywood. Ahora le produce discos. Tenía cinco cuando aparecieron los Beatles; ahora él y McCartney se disputan a la misma chica en el single de Michael The girl is mine. Se relaciona con personas que, como él, fueron estrellas infantiles, como Tatum O’Neal o Stevie Wonder. Charla a menudo con Liza Minnelli y es íntimo del octogenario Fred Astaire. Cuando visitó el rodaje de En el estanque dorado, Henry Fonda le cebó los anzuelos de pesca. Y su admirada Katherine Hepburn rompió su hábito de toda una vida de evitar el rock para asistir a un concierto de los Jacksons, en 1981.
Hasta E.T. se habría sentido atraído por un espíritu tan dulce, según Steven Spielberg, que cuenta que le dijo a Michael: “Si E.T. no hubiese ido a dar con Elliot, habría aparecido en tu casa”. También dice Spielberg que no pensó en nadie más para narrar la saga de su vulnerable extraterrestre: “Michael es uno de los últimos seres vivos inocentes que poseen un completo control de su vida. Nunca he visto a nadie como él. Es una conmovedora estrella infantil”.
Los dibujos animados van pasando por la pantalla gigante que resplandece en la penumbra del estudio. Michael adora los dibujos animados. Adora todo lo “mágico”, una definición lo bastante amplia para abarcar desde Bambi a James Brown.
–Es tan mágico... –dice Michael, refiriéndose a Brown, y reconoce que para su peculiar coreografía se ha inspirado en los movimientos del Padrino sobre el escenario.
El parvulario de Michael fue el sótano del teatro Apollo de Harlem. Era demasiado tímido para dirigirse a los artistas que seguían a la actuación de los Jackson 5... que iban desde Jackie Wilson a Gladys Knight, pasando por los Temptations. Pero sentía la necesidad de ver todo lo que hacían: cómo James Brown se deslizaba, daba media vuelta y saltaba y aún le daba tiempo a repetirlo antes de que el micrófono tocase el suelo. Hace poco, a modo de reciclaje, Michael fue a ver actuar a Brown.
–Él es el más electrizante. Puede hacer lo que quiera con el público. Los espectadores se quedaron flipados. Todo él era un desenfreno... y a su edad. Está tan... fuera de sí mismo. Salir de uno mismo es un tema que se repite en la vida de Michael, ya se refiera a bailar, cantar o actuar. Como Testigo de Jehová, Michael cree en un holocausto inminente, tras el que vendrá Cristo por segunda vez. La religión ocupa buena parte de su vida y requiere un intenso estudio de la Biblia y reuniones tres veces por semana. Nunca ha tocado las drogas y rara vez se acerca al alcohol. No obstante, a pesar del profetizado Apocalipsis, su espíritu no es tan severo como para excluir sus inmersiones en el terreno de la fantasía.
–Colecciono dibujos animados –dice. Todo lo de Disney, Bugs Bunny, los antiguos de la Metro Goldwin Mayer. Sólo he conocido a una persona que tenga una colección mayor que la mía, y eso me sorprendió: Paul McCartney. Es un fanático. Cada vez que voy a su casa nos ponemos a ver dibujos animados. Cuando vinimos aquí a trabajar en mi disco, alquilamos Dumbo y cosas por el estilo. Es una auténtica evasión. Es como si todo fuera bien. Es como si lo que ocurre en el mundo estuviera sucediendo en una ciudad muy remota. Todo es excelente.
–La primera vez que vi E.T. me derretí –dice. La segunda vez lloré como un loco. Y luego, al hacer el recitado, me sentí como si estuviese allí con ellos, detrás de un árbol, observando todo lo que ocurría.
Fue tal la implicación emocional de Michael que, cuando llegó al momento en que E.T. agoniza, Spielberg encontró a su narrador llorando en el oscuro estudio. Finalmente, Spielberg y el productor Quincy Jones decidieron seguir adelante y dejar que a Michael se le quebrara la voz. Michael se ha armado, para su propia protección, de una serie de compuertas emocionales, ha creado situaciones en las que dejar que todo aflore está bien.
–Algunas circunstancias, lo que requieren es que esté tranquilo y quieto –dice. Pero bailo todos los domingos –ese día también ayuna.
Ése, confirma su madre, es un ritual semanal que deja a su hijo medio muerto, sudando, riendo y llorando. En casa, en su habitación, baila hasta caer rendido. Michael dice que estas sesiones son también un remedio eficaz contra su adicción a los escenarios cuando no está de gira. Algunas veces, en esos tiempos muertos, algún otro artista lo saca de entre el público. Y en el larguísimo trayecto entre su asiento y el escenario, los dos Michaels entran en liza.
–Estoy ahí sentado, diciéndome: “Por favor, no me llames, soy demasiado tímido” –explica Jackson. Pero una vez estoy allí arriba me controlo. Estar en el escenario es algo mágico. No hay nada como eso. Uno siente la energía de todos los que están ahí. La sientes por todo tu cuerpo. Cuando las luces caen sobre ti, todo termina. Te juro que es así. Y cuando llega el momento de marcharme, no quiero. Me quedaría allí para siempre. Lo mismo pasa cuando haces una película. Lo maravilloso de una película es que puedes convertirte en otra persona. Me encanta olvidar. Y muchas veces te olvidas del todo. Es como un piloto automático. Es... ¡Uuuau!
Durante el rodaje de El mago, se metió tanto en su personaje del espantapájaros que el equipo tenía que arrancarle literalmente del escenario y de su vestimenta. Él estaba en Oz y no le apetecía nada cambiarlo por otra habitación de hotel. –Eso es lo que me gustó de E.T. Yo estaba realmente allí. Al día siguiente lo eché mucho de menos. Quería volver a aquel lugar del bosque donde había estado la víspera.
"Colecciono dibujos animados.... Sólo he conocido a una persona que tenga una colección mayor que la mía, y eso me sorprendió: Paul McCartney. Es un fanático. Cada vez que voy a su casa nos ponemos a ver dibujos animados". Pero ahora está sentado a la mesa del comedor de su casa. A pesar de la visible tensión, se mantiene sereno. Y se le ilumina el rostro al preguntarle por sus animales. Dice que cada día habla con su pequeño zoo.
–Tengo dos cervatillos: Mr. Tibbs. Tengo una llama preciosa, Louie –también tiene aves exóticas como guacamayos y cacatúas. Espera, te enseñaré algo –sube de dos en dos las escaleras hacia su dormitorio. Aunque sé que estamos solos en el apartamento, oigo que habla con alguien.
–¿Estabas durmiendo? Lo siento...
A los pocos segundos, deposita una boa constrictor de dos metros y medio sobre la mesa. Se mueve hacia mí a una velocidad alarmante.
–Éste es Muscles. Y lo he adiestrado para comer entrevistadores.
Muscles ha sobrepasado ya la grabadora y, chasqueando la lengua con desdén, prosigue hacia la fuente de sangre caliente más cercana. Michael recoge con cariño al reptil cuando su chata nariz topa con mi muñeca. “De verdad –insiste– Muscles es bastante dulce. Todo eso de que las serpientes se comen a la gente son tonterías. Además, ni siquiera tiene hambre: sólo hace un par de días que se zampó su rata viva de cada semana”. Pero la presencia de un extraño ha puesto a Muscles una pizca nerviosa. Enroscada en el torso de su dueño, su fuerza prensil ha hecho del antebrazo de Michael un intenso bajorrelieve de hinchados vasos sanguíneos. Para demostrar el sentido del equilibrio de la serpiente, Michael la coloca sobre una barandilla, donde permanecerá, inmóvil, la siguiente hora.
–Las serpientes son muy incomprendidas, dice.
Las serpientes, añado, deben de ser las víctimas más antiguas de la mala prensa. Michael se echa a reír.
–Mala prensa, ¿no es así, Muscles? La serpiente levanta un instante la cabeza y la posa de nuevo sobre la barandilla. Los tres nos quedamos un poco más relajados.
–¿Sabes qué es lo que también me encanta? Los maniquíes.
Dice que, cuando su casa esté terminada, tendrá una habitación sin amueblar, sólo con un escritorio y un puñado de maniquíes.
–Supongo que lo que quiero es darles vida. Me gusta imaginarme hablando con ellos. ¿Sabes qué pasa? Creo que me hago acompañar por los amigos que no tuve. Probablemente sólo tengo dos amigos. Y acabo de conocerlos. Un artista no puede estar seguro de quién es su amigo. Y le ven a uno de forma tan distinta... Como una estrella en lugar de como al vecino de al lado. Eso es, me rodeo de las personas que quiero tener como amigos. Y puedo hacer eso con los maniquíes. Les hablaré.
Antes de llevarse a Muscles, y mientras la desenrosca de la barandilla, Michael insiste:
–Es verdaderamente dulce. Me gustaría que te la enroscaras al cuerpo antes de irnos.
Aquello no sonaba como una orden y Michael no iba a forzar el asunto. Pero el miedo a los entrevistadores puede estar tan profundamente arraigado como el miedo a las serpientes, y Michael, al acceder hablar conmigo, me oyó decir lo mismo que ahora me está diciendo:
–Confía en mí. No te hará daño.
Llegamos a un acuerdo. Muscles se desliza por mi tobillo. Tiene la lengua seca. Superado el terror primario, es como el bigote de un gatito.
–Tú sabes –dice Michael– con toda la fuerza de la razón, que este animal no va a hacerte daño, ¿verdad? Pero todas las barbaridades que se han dicho sobre estos animales te provocan un miedo irracional. Tras exponer educadamente sus argumentos, Michael y Muscles desaparecen escaleras arriba.
Al regresar, Michael descubre en el recibidor que ha llegado una prueba de The girl is mine. Eso son negocios. Debe revisarla antes de que la editen, explica, y se dirige a escucharla en el estéreo de un estudio. Antes de que termine el disco ya está marcando el teléfono. Entre llamadas a contables y representantes, dice que es él quien toma todas las decisiones, hasta la última de las lentejuelas de sus trajes en los conciertos... que son las únicas ropas que le preocupan.
Dice que cuando se trata de la gestión, los músicos y los promotores de conciertos, puede ser implacable. Se asesora sobre su calidad con el rigor de un juez del Tribunal Supremo, pide la opinión de sus hermanos, de colegas artistas e incluso de periodistas. Aunque de verdad cree que su talento le viene de Dios, es plenamente consciente de su valor en el mercado. Nunca es tiránico o avasallador, pero le gusta que le respeten. No le preguntes, por ejemplo, cuánto tiempo ha estado con una empresa determinada del mundo del espectáculo.
–Pregúntame –corrige– cuánto tiempo han estado ellos conmigo.
Una criatura como él es el perfecto híbrido pop para los años ochenta. El público marginal no se asusta de las letras groseras. Y los privilegiados que bailan en los barrios altos pueden deslizarse por las pistas de baile. Thriller es tan ecléctico que incluye cantos africanos y algo de excelente guitarreo macho-rock de Van Halen. Ahora le han puesto la etiqueta del pop-soul. Michael dice que le da igual cómo le llamen. Para él sigue siendo un misterio de dónde sale todo esto... así como el propio proceso creativo.
–Me despierto de un sueño y me digo: “¡Uau! Pon esto sobre el papel” –dice. Es algo muy extraño. Escuchas la letra, todo está ahí delante de tus narices. Y te dices: “Lo siento, yo no he escrito esto. Ya estaba ahí”. Por eso odio atribuirme el mérito de las canciones que he escrito. Siento como si, en alguna parte, ya estuvieran hechas y yo fuera simplemente un correo que las trae al mundo. De verdad lo creo. Me encanta lo que hago. Soy feliz haciéndolo. Es una evasión.
De nuevo esa palabra. Pero Michael está en lo cierto. No hay una definición mejor del buen, ingenuo, pop norteamericano. Pocos comprenden esto mejor que Diana Ross, aquella adolescente transformada tardíamente en diva del pop. Su intimidad con Michael comenzó cuando conoció a los Jackson. “Yo no los descubrí”, dice ella, desmintiendo la leyenda. El jefe de la Motown, Berry Gordy, ya les había encontrado; ella asegura que sólo los presentó en su especial de televisión de 1971. “Michael y yo nos comprendimos inmediatamente el uno al otro. Yo era mayor que él y el chico me idolatraba”.
Ha tenido el placer de ver a Michael convertirse en una persona independiente. No obstante, desearía que diera otro paso adelante. Dice que tuvo que ponerse firme y obligarle a permanecer en su puesto como productor de Muscles. Él quería que lo hiciesen los dos. Ella insistió en que lo hiciese él. “Pasa mucho tiempo solo, demasiado. Tiene mucha gente alrededor, pero tiene mucho miedo. No sé por qué. Creo que le viene de los primeros tiempos”. Los amigos artistas de Michael hacen lo imposible por estimularle a salir al mundo y por hacer que se sienta a gusto. Cuando está en Manhattan, Ross le anima a ir al teatro y a los clubes y, a cambio, le ofrece tranquilos fines de semana en su casa de Connecticut. Katharine Hepburn, por medio de notas y llamadas de teléfono, también le anima a que actúe.
Michael ha ido anotando gran parte de estos consejos en cuadernos. Visitar a Jane Fonda –a quien le presentaron en una fiesta de Hollywood hace unos años– durante el rodaje de En el estanque dorado resultó ser un cursillo intensivo. Como en un reflejo de sus escenas con su nieto en la película, Henry Fonda se llevó al lago a aquel ídolo del rock amigo de su hija y le enseñó a pescar. Estuvieron sentados en un embarcadero durante horas, hablando de truchas y de teatro. La noche en que Fonda murió, Michael pasó la tarde con su viuda y sus hijos, Peter y Jane.
A ésta no le sorprendió que Michael y su padre congeniaran porque, dice, eran muy semejantes. “Papá era también dolorosamente tímido, y sólo se sentía cómodo cuando se hallaba tras la máscara de algún personaje. Cuando era otra persona, podía liberarse. Michael también es así. Es sumamente frágil. Creo que, para él, el simple hecho de ir por la vida, de entrar en contacto con gente, es muy duro, por no hablar de preocuparse de adónde va el mundo”. Jane Fonda recuerda una anécdota: “Un día iba con él en coche y le dije: ‘Me encantaría encontrar una película que pudiese producir para ti. ¡Ya sé lo que tienes que hacer!: Peter Pan’. Sus ojos se llenaron de lágrimas y me preguntó: ‘¿Por qué me dices eso?’. Le dije: ‘Porque tú eres Peter Pan’.
Se echó a llorar y me contestó: ‘¿Sabes? Las paredes de mi cuarto están llenas de dibujos de él. Me siento completamente identificado con Peter Pan, el chico perdido en el país de Nunca Jamás”. Al enterarse de que Coppola iba a rodar una versión, Fonda le envió el recado de que debía hablar con Michael. “Me lo imagino conduciendo a los chicos perdidos a un mundo de fantasía y magia”, dice ella. En la novela, esa fantasía se encuentra “después de la segunda estrella a la derecha y luego derecho hasta el amanecer”... una ruta no menos extraña, señala Fonda, que el propio viaje de Michael desde Indiana.
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